SLOWHAND
Una breve recorrida me bastó para comprobarlo. Hay gente, demasiada gente en Nueva York. Por eso caminar por Park Avenue es siempre placentero. Una tregua de aire fresco en la gran Babel. Miro las flores del boulevard y los árboles abombados sobre las veredas anchas. Las residencias, siempre escalones arriba, están flanqueadas por una estrecha franja de césped esmeralda. Junto a la calzada, clavados al pie de cada árbol, pueden verse unos cartelitos muy sobrios, muy ingleses, que dicen "watch your dog". (Más tarde, un argentino, que descansaba sentado sobre el capó de su taxi Ford, me traduciría los carteles al criollo: "Cuide que su perro no cague en esta calle"). Hasta la brisa matinal, en Park Avenue, parece una gentileza. Llevo sólo un cuaderno, un grabador y un CD que compré hace apenas media hora, en una tienda de Times Square. Llego a la puerta diez minutos antes de lo previsto. No me avergüenza admitirlo: siento un miedo arcano, que me nace de los hu